La crisis de la COVID-19

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Mientras preparo los temas para las oposiciones docentes me ha dado por reflexionar sobre el sistema educativo y he llegado a la siguiente conclusión: el sistema actúa como catalizador de las revoluciones científicas en las mentes del alumnado.

Se observa un paralelismo claro entre la historia de la ciencia y las concepciones que tiene y que va corrigiendo el alumnado a lo largo de su viaje por los años de escolarización obligatoria (y opcional). Los niños y niñas entran por primera vez a una clase observando que la Tierra no se mueve, pero el Sol sí, hasta que en la primaria le cuentan que nuestro Sistema Solar es heliocéntrico. Con otras ideas tales como la planitud de la Tierra, la mortalidad asociada a las ondas de radiofrecuencia o la evolución (nos cuesta mucho asumir que los primates son nuestros primos no tan lejanos) ocurre exactamente lo mismo.

Es tarea del profesorado de educación primaria y secundaria transformar todas estas ideas erróneas sobre la ciencia y la naturaleza y estimular la formación de individuos críticos, preparados para enfrentarse al mundo. Que la ciencia está en continuo cambio, que los y las científicas NO tienen las verdades absolutas (pero las buscan y las prueban) y que la financiación y la apuesta por la I+D+i+t (Investigación + Desarrollo + inversión + transferencia) son las mejores fórmulas que harán que nuestro país prospere son algunas de las ideas que se deben transmitir durante la Secundaria, el Bachillerato y la Formación Profesional.

La cantidad de medios de comunicación de masas que nos rodean han intentado dar cobertura al minuto de los avances en la crisis de la Covid-19 y el coronavirus que produce la enfermedad. Esto ha dado lugar a que en muchas ocasiones se transmitieran ideas contrarias un día y el siguiente. Normalmente, los y las profesionales sanitarias se enfrentan a nuevas enfermedades en un espacio de tiempo mucho más largo y sin saturaciones o cansancio físico y mental. Los tratamientos, las dosis suministradas y la valoración de sus efectos suelen ser testados en un laboratorio antes de pasar a las personas. Sin embargo, la falta de tiempo nos ha obligado a reciclar: utilizar otros tratamientos para otros virus similares; y también a improvisar: aplicar tratamientos de forma paralela a la investigación.

El colapso que sufrió la sanidad pública en marzo/abril de 2020, unido a la cobertura continua de la noticia, produjo y sigue produciendo mucha inquietud entre las personas ajenas a la ciencia. Solemos pensar en la ciencia como esa disciplina que no varía, que no se equivoca, que permanece. Claramente, esto no es así. No porque se equivoque mucho, sino porque se pone a prueba a sí misma constantemente.

Esta crisis del 2020 ha sido un punto de radicalización de grupos negacionistas y anticientíficos. Dicen que las vacunas contienen chips que nos quieren controlar, o que se mata al virus para inyectárnoslo, confiriendo vida y muerte a un microorganismo que no es del todo un ser vivo. También niegan la existencia del virus y atribuyen las decenas de miles de muertos a un plan del gobierno para dejar de pagar pensiones (mientras pagan ERTEs y alargan subsidios por desempleo, lo cual supone un desembolso importante); pero, a la vez, apuestan por técnicas “alternativas”, no contrastadas y altamente nocivas para combatir dicho virus que, según ellos, no existe. Es el caso de la MMS, la Miracle Mineral Solution (Solución Mineral Milagrosa), nada más y nada menos que una disolución de clorito sódico al 28%, un precursor de la lejía, definitivamente tóxico.

Que las vacunas producen autismo, que con el 5G nos quieren controlar, que un dios creó el mundo en siete días y que el mundo se acaba en Finisterre son un popurrí de ideas heredadas, algunas, de los comienzos de las civilizaciones. Revelan una alfabetización científica nula y una capacidad de discernir entre información fiable e información que no lo es bastante deficiente. A éstas podemos añadir el fenómeno antimascarillas y su máxima de no poder respirar con ellas. No es cómodo, debemos acostumbrarnos, pero desde luego no es tóxico trabajar y caminar por la calle con mascarilla.

La ciencia y las personas que nos dedicamos a ella investigando, divulgando o enseñando tenemos muchísimo trabajo. El objetivo ya no es solo el avance científico-tecnológico. La dimensión social de la ciencia debe adquirir un papel protagonista. No podemos abandonar a los náufragos pseudocientíficos a su suerte, debemos cogerles de la mano y guiarlos por el sendero del conocimiento y del saber contrastado. La cuestión no es llegar más lejos, sino asegurarnos de que llegamos todos y todas.


Sobre la autora: Aida López Serna
Química de formación, profesora por vocación y divulgadora por convicción. #CommunicationLover